viernes, 20 de mayo de 2011

Se cierra el telón.... adiós SLQH

Después de cinco años, el programa SLQH cierra sus puertas...Que pena que todo lo bueno se acabe.
Gracias, por tantísimas risas, MIL GRACIAS...Sois enormes :)




Espero que esto no sea un adiós, sino un hasta luego.....

sábado, 7 de mayo de 2011

Acidificación del océano

Por un capricho de la geología, el mar que ro­­­­dea Castello Aragonese ofrece una ventana a los océanos del año 2050 en adelante. Burbujas de CO₂ ascienden de las fisuras volcánicas del lecho marino y, al disolverse, forman ácido carbónico. Éste es un ácido relativamente débil; de hecho, los humanos lo consumimos en las bebidas carbónicas. Pero si se acumula en can­tidad suficiente, vuelve corrosiva el agua marina. «Cuando la concentración de CO₂ es muy elevada, muy pocas especies lo toleran», dice Jason Hall-Spencer, biólogo marino de la Universidad de Plymouth, Inglaterra. Castello Aragonese ofrece una analogía natural de un proceso artificial: la acidificación que presentan sus aguas se está produciendo en los océanos del mundo, de forma más gradual, a medida que absorben las emisiones de los tubos de escape y de la industria.
Hall-Spencer estudia la zona en torno a la isla desde hace ocho años, midiendo cuidadosamente las características del agua y haciendo un se­­guimiento de los peces, corales y moluscos que viven en el mar (y en algunos casos, se disuelven en él). Un frío día de invierno fui a nadar con él y con Maria Cristina Buia, científica de la Estación Zoológica Anton Dohrn, de Italia, para ver de cerca los efectos de la acidificación. Echamos el ancla a unos 50 metros de la costa sur de Castello Aragonese, e incluso antes de sumergirnos, algunos de esos efectos eran evidentes. Cúmulos de bellotas de mar formaban una franja blanquecina en la base de los acantilados de la isla, azotados por las olas. «Las bellotas de mar son muy resistentes», comentó Hall-Spencer. Sin embargo, no había ni rastro de ellas en las áreas donde el agua estaba más acidificada.
Nos sumergimos todos. Con un cuchillo, Buia desprendió de la roca varias lapas desafortunadas. Buscando comida, se habían internado en aguas demasiado cáusticas para ellas, y sus conchas se habían vuelto tan finas que eran casi transparentes. Del suelo marino ascendían burbujas de dióxido de carbono como cuentas de mercurio. Praderas de posidonia ondulaban debajo de nosotros. Las plantas eran de un verde vivo: les faltaban los diminutos organismos que normalmente revisten las hojas y atenúan su color. Tampoco había erizos de mar, comunes lejos de las emanaciones volcánicas e incapaces de tolerar la más ligera acidificación del agua. Enjambres de medusas pasaron a nuestro lado.
Medusas, posidonias y algas. No hay mucho más cerca de la mayor concentración de fisuras en el suelo marino por donde se producen emana­­ciones volcánicas en Castello Aragonese. Muchas especies autóctonas ni siquiera pueden sobrevivir a unos centenares de metros de distancia. El agua está tan acidificada como señalan los pronósticos que estarán todos los océanos en 2100. «Normalmente, en un puerto contaminado hay unas pocas especies que son como malas hierbas y que pueden tolerar condiciones muy fluctuantes –dijo Hall-Spencer de vuelta en la embarcación–. Pasa lo mismo cuando aumenta el CO₂.»
Desde el comienzo de la revolución industrial se ha quemado suficiente cantidad de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas natural) y se han talado suficientes bosques para emitir más de 500.000 millones de toneladas de CO₂. Como es bien sabido, la atmósfera tiene hoy una concentración de CO₂ más elevada que en cualquier momento de los últimos 800.000 años y probablemente de mucho antes.
Lo que poca gente sabe es que las emisiones de carbono también están cambiando los océanos. El aire y el agua intercambian gases constantemente, de modo que una parte de lo que se emite a la atmósfera tarde o temprano va a parar al mar. El viento lo mezcla rápidamente con la capa más superficial (unos cien metros) y a lo largo de los siglos las corrientes lo expanden a todas las profundidades marinas. En la década de 1990 un equipo internacional de científicos emprendió un ambicioso proyecto de investigación que consistía en recoger y analizar más de 77.000 muestras de agua marina de diferentes profundidades y lugares del mundo. Fue una labor de 15 años, que reveló que los océanos han absorbido el 30% del dióxido de carbono emitido por la humanidad en los dos últimos siglos. Y siguen absorbiendo alrededor de un millón de toneladas por hora.
Para la vida en tierra este proceso es positivo, ya que cada tonelada de CO₂ que el océano retira de la atmósfera es una tonelada menos que contribuye al calentamiento global. Para la vida marina, en cambio, el panorama es muy diferente. La directora de la Administración Oceánica y Atmosférica Nacional de Estados Unidos, la ecóloga marina Jane Lubchenco, ha dicho que la acidificación es la «hermana gemela igualmente mala» del calentamiento global.
La escala de pH, que mide la acidez en términos de concentración de iones hidrógeno, va del 0 al 14. En la parte baja de la escala se sitúan los ácidos fuertes, como el ácido clorhídrico, que li­­­­­­­­bera hidrógeno fácilmente (más fácilmente que el ácido carbónico). En el extremo superior están las bases fuertes, como la sosa cáustica. El agua pura destilada tiene un pH de 7, que es neutro. El agua marina debería ser ligeramente básica o alcalina, con un pH de alrededor de 8,2 cerca de la superficie. Hasta ahora, las emisiones de CO₂ han reducido el pH del agua superficial unos 0,1 puntos. Pero al igual que la escala de Richter, la escala de pH es logarítmica, por lo que incluso los cambios numéricos más pequeños representan efectos de grandes proporciones. Un descenso del pH de 0,1 significa que el agua se ha vuelto un 30 % más ácida. Si las tendencias actuales se mantienen, el pH del agua superficial caerá a 7,8 en 2100. En ese punto, el agua será un 150% más ácida que en 1800.
Probablemente la acidificación producida hasta ahora es irreversible. Aunque en teoría sería posible añadir sustancias químicas al mar para contrarrestar los efectos del CO₂ absorbido, en la práctica se requerirían unas cantidades co­­losales: harían falta por lo menos dos toneladas de cal, por ejemplo, para compensar una sola tonelada de dióxido de carbono, y el mundo está emitiendo más de 30.000 millones de toneladas de CO₂ al año. Por otro lado, los procesos naturales que podrían contrarrestar la acidificación (como la erosión de las rocas en tierra) son demasiado lentos para obrar efectos visibles en una escala temporal humana. Aunque las emisiones de CO₂ cesaran hoy mismo, la química del océano tardaría decenas de miles de años en recuperar las condiciones anteriores a la era industrial.
La acidificación tiene múltiples efectos. Al favorecer la proliferación de algunos microorganismos marinos por encima de otros, es probable que altere la disponibilidad de ciertos nutrientes esenciales como el hierro y el nitrógeno. Por razones similares, es posible que deje penetrar más luz solar en las aguas superficiales. Al modificar la química básica del mar, la acidificación podría reducir hasta un 40% la capacidad del agua marina para amortiguar los sonidos de baja frecuencia, lo que causaría que algunas partes del océano se tornaran más ruidosas. Por último, la mayor acidez interfiere en la reproducción de algunas especies y en la capacidad de otras (las llamadas calcificadoras) para producir conchas y esqueletos pétreos de carbonato de calcio. Estos últimos efectos son los mejor documentados, pero se ignora si serán los más determinantes a largo plazo.
En 2008, más de 150 investigadores de primera línea firmaron una declaración en la que manifestaban su «profunda inquietud por los rápidos cambios recientes en la química de los océanos», que en cuestión de decenios podrían «afectar gravemente a los organismos marinos, las cadenas alimentarias, la biodiversidad y la actividad pesquera». Los arrecifes coralinos de aguas cálidas son el principal motivo de preocupación. Sin embargo, dado que el dióxido de carbono se disuelve más fácilmente en agua fría, es posible que las consecuencias se manifiesten primero más cerca de los polos. Ya se han observado efectos significativos en pterópodos, diminutos moluscos nadadores que constituyen una importante fuente de alimentación para peces, ballenas y aves, tanto en el Ártico como en la Antártida. Los experimentos realizados demuestran que las conchas de los pterópodos crecen con más lentitud en agua marina acidificada.
¿Serán capaces los organismos marinos de adaptarse a la nueva química del océano? Los datos de Castello Aragonese no son alentadores. Cuando visité la isla, Hall-Spencer me dijo que las fisuras volcánicas llevan al menos mil años escupiendo CO₂. Pero en el área donde el pH es de 7,8 (el nivel que podría alcanzar todo el océano al final de este siglo), falta casi una tercera parte de las especies presentes en los alrededores, fuera del sistema de emanaciones de CO₂. Según Hall-Spencer, esas especies «han tenido muchas generaciones para adaptarse a estas condiciones, y sin embargo no lo han hecho».
El pH es muy importante. «Los humanos in­­vertimos mucha energía para que el pH de nuestra sangre permanezca constante –me explicó–, pero algunos de estos organismos inferiores no disponen de la fisiología necesaria. Tienen que funcionar con lo que hay a su alrededor, y eso los empuja a veces más allá de sus límites.»

(Artículo extraído de http://www.nationalgeographic.com.es)